Agosto en francés es aullar

A menudo me siento observada, como si un desconocido vigilara mis pasos, previera cada una de mis miradas, me tapara los ojos y planeara mi caída. A veces tiene rostro, a veces no. Estos días me siento como una mala mujer. ¿Lo soy?: no. Quisiera una explicación solapada por indudables afirmaciones, pero no soy una mala mujer, porque no nací para serlo. Habré nacido para ser una puta, una bruja, una bastarda: pero no una mala mujer: nunca. Las malas mujeres miran atrás: y vuelven sobre sus pasos. Tienen mala memoria. Se cortan las manos a cada rato. Tienen discapacidad para escuchar, para sentir. Escuchan y sienten sus propias palabras, y las demás son apenas un eco. Esa es una mala mujer.

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Yo soy una niña, que agarra sus juguetes y los muerde y los tira al suelo; y agarra el cuerpito húmedo del último gato y hunde sus huesitos en la tierra; y ve las hormigas y los gusanos y siente verdadera tristeza. Los niños malos no existen; los niños perdidos sí. Juan Pablo (digámosle) me ha dicho siempre que soy como una niña, derramada en esa realidad ebria infantil. 

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Siento una gran arrechera hacia mí misma y hacia los demás. Un desapego profundo. Me cuesta creer que fui yo quien pasó tres meses en el engaño absoluto, en la ilusión de una vida adulta, de ser, mientras que sólo existía y la vida me pasaba por encima con sus imponentes números y sus curvaturas y sus oficinas. Me volvía loca y luego iba al trabajo, me sentaba frente al teclado (a teclear), decía: buenos días buenas tardes disculpe le llamó fulano de tal pase adelante no se preocupe que le vaya bien, y me metía al baño y sangraba, y ponía buena cara, y lloraba a veces, y me pegaba a veces. Era quien ellos me pedían: la solícita joven delicada brillante y ligeramente sexual. Decía hola como ellos querían que lo hiciera. Configuraba mi presencia. Podría decir: así es la burocracia así es el capitalismo. Entonces todo terminaría en mi muerte, mi fatídica muerte, y ya no habría más concesiones a mi realidad, sería por siempre la suma de las figuraciones que se han hecho de mí. No más premios ni menciones ni honores ni malditos poemas, que me han jodido tanto como cualquier otra caricia de ilusión. La gente piensa que el poeta es un ser imaginario que levita sobre las demás cabezas y escupe su virtud y su maravilla. Y resulta entonces que el poeta muere– por supuesto, un eufemismo: el poeta se mata. Y aquella muerte por voluntad propia pasa a ser nada, una condecoración sobre el hombro del artista, otro marco en la pared, la palabra PÓSTUMO bajo el diseño editorial (en una fuente ligeramente más pequeña): nada. Apenas el punto final sobre la última i: de memento mori. 

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Mienten. Cuando dicen que aquel no es la suma de todas las cosas de su vida: mienten.

Uno es lo que hace, desde escupir en la boca de alguien hasta estrechar la mano del vicepresidente. 

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Encuentro difícil eso de entrar en contacto conmigo misma, por eso tiendo estos puentes que quizás me lleven a algún recuerdo, algo que pueda tocar y reconocer como mío. Nada aún. He sido tanta gente en tan poco tiempo, Juan Pablo, no me lo creerías. Tantas caras para tantas personas (que ya no están). Es agosto– el tercer agosto del que tengo alguna conciencia, en el que veo a través del sopor; tengo veinte años, vomito sangre, me descompongo cotidianamente, miento para satisfacer a otros, en definitiva existo para todos (un TODOS que hace mucho se olvidó de mí): como una feria o un zoológico: como una casa de perros: como un cementerio: como la gente que no se pertenece. Y en algún momento todos me han visto arder.

¿O tú no? 
¿Todos los días?

Sabes (muy bien) que soy tuya.

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