El aparato

Ha pasado mucho tiempo de tu partida. A veces pienso en ti —pero no a veces, sino todo el tiempo. Saco tu imagen —la del recuerdo, que llevo conmigo; y la impresa, en tinta a color— y la contemplo para hallar mis perdiciones en ella. Atesoro las anécdotas, las conversas, los recuerdos de otros que guardan de ti, y que he ido recolectando con el paso de los años. Intento apartarme de ti como Personaje, albergarte como abuelo. No puedo. Estas líneas confirman que no puedo. Tendré la culpa de la versificación y la novelización y la imaginación de tu persona, de ti como Ser, hasta el fin de mis días. Al menos hasta el fin de los días creativos.

Por supuesto, te recuerdo humanamente. En mi altura, en mis rasgos, en las páginas ocres de tus libros, en los dolores que me vienen de ti, en todas nuestras coincidencias. Tenemos la fortuna, ellos y yo, de este origen tierno.

La percepción antropológica tiene una opinión respecto a la tragedia que rodea a la muerte. La muerte como culto; la muerte como experiencia; la muerte como viaje. Uno de mis profesores discutió el tema y nos llamó la atención fríamente: Con cada quimioterapia, cada tratamiento, cada cirugía: no hacemos sino luchar contra lo imparable. Defendía una teoría cruel —y certera— de cómo sufríamos por aquel destino imparable de un ser querido, e intentábamos frenarlo con todas las fuerzas, no por él, sino por nosotros mismos. Para no sufrir, para no estar solos. Aquel que sufre, que vive el sufrimiento: sólo está mejor en el descanso. Él percibía a la muerte como aquello irreparable; pero también podría definirlo como el último y el primer alivio. Un beso de la muerte, a menudo terrible, se convierte bajo esta concepción en el suceso más santificado. La muerte se torna insoportable en la medida en que nos aferramos; y abrazada como lo supra-terrenal, supra-carnal, supra-temporal: es otro reino natural: como los animales, como el respiro, como la calidez lucífera.

Dudo de nuestra capacidad para avenirnos a esa naturaleza absoluta. Somos criaturas de lo efímero y lo accesible. Ante el placer, desdeñamos del sufrimiento; y sólo parece lo más razonable ¿o no?, porque el placer se sobrepone al sufrimiento ¿o no?, ¿o acaso se intercalan y se nos confunden? O acaso con las más intensas emociones nos hacemos imperceptibles, así como se duermen las mejillas con el llanto, o como se duermen los muslos con el temblor extático. De ahí sí venimos fácilmente: petite-mort como origen de todos los dolores y las muertes y las profundas cavilaciones. Petite-mort como la fuerza que mueve al mundo. Esa petite-mort que a partir del instante de maduración, movió a mi abuelo; y que a partir de mi propia transición, me ha movido a mí. También existimos en la medida en que sabemos que cesaremos de existir. El día-a-día, inconscientes, estáticos, ciegos ante lo futuro: que si no está aquí no existe: que si vivimos en el presente: pero ayer era mañana y ya mañana es hoy.


Y nos movemos. O no lo hacemos, sino que corremos tras las –patías y los –cardios y demás vacíos. Corremos porque los vemos correr, a los amados, y al propio cuerpo, y a la vida. Pero realmente ¿existe un mañana que ya es hoy? ¿Un hoy que existe, que perdona y sabe resistir? ¿Los embates del tiempo llegan a detenerse? Nada importa si yo te lloro, que si yo te lloro vuelvo a estar sin ti. Esa ausencia se vuelve el sentido y la dirección de todos mis días. 

Un prólogo a cierta antología recolectaba las opiniones en torno a qué cualidades distinguen a un buen poeta. Nombraba: a la exaltación, la pasión, la sutileza, la locura, la melancolía, y el aparato (que, como dice el autor, uno no sabe a cuál se referían). De repente es algo que sólo comprendemos nosotros; de repente es el dominio por el que nos movemos, y el de cada uno luce diferente. De repente todos poseemos el mismo y, en este sentido, somos todos iguales. No he necesitado pensarlo demasiado para hallarle la silueta al mío, y poder apartarlo de los demás. La maquinaria dulce, el llamado aparato (palabra cruda), no es sino el alumbrado de la línea temporal. Y las luces se van apagando, van dejando atrás los cruces y las intersecciones, nos apuran en el viaje, y apreciamos cada cosa como virtualmente la última (y el aparato es tanto carne como es tiempo como es cuerpo): las pequeñas muertes reiteradas, cada línea, cada trazo de cada letra, cada dolor extraído y explotado desde lo más profundo, cada huella sobre el alma, cada huella sobre el mundo: es el aparato de la muerte.

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